El secreto mejor guardado de Georgia, Cumberland Island

Por Armando Cerra
Una experiencia única y solo accesible para unos cuantos privilegiados. Y no tanto por el coste económico que acarrea descubrir Cumberland Island, sino porque el número de visitantes hasta esta isla del estado de Georgia, al sureste de los Estados Unidos, está restringido a unos pocos centenares de personas cada día.
De hecho el acceso hasta la isla de Cumberland solo es posible en barco privado o con el ferry que zarpa desde la población de St. Marys y que salva las siete millas de lengua oceánica que separan la isla del continente.
Las normas para llegar hasta allí son bastante estrictas. Se hace necesario registrarse para la visita, y en el ferry no se puede viajar con el coche propio, ni con mascotas, ni siquiera con la bici particular. Y es que Cumberland Island es una reserva natural. Aunque lo cierto es que es mucho más.
Es una isla que lo tiene todo para convertirse en toda una aventura. A una naturaleza desbordante hay que sumar sus reclamos históricos, en los que se funden los indios aborígenes Mocama, la presencia antaño de los misioneros españoles, las historias de piratas y el establecimiento aquí de unos magnates del acero de origen escocés.
Se trata de la familia Carnegie, que adquirió la isla allá por el año 1880 y que todavía son propietarios de gran parte de su superficie. Como recuerdo de su presencia quedan los restos de la Mansión Dungeness, ahora devastados por un incendio pero que hasta los primeros años del siglo XX fue un magnífico edificio que llegó a alojar hasta dos centenares de empleados.
Esta mansión y todos y cada uno de los rincones de la isla merecen buenas caminatas senderistas para conocerlos o pedalear tras haber alquilado bicis en la propia isla. También es importante saber que hay que llevarse la comida para la estancia y también la bebida, ya que solo será posible conseguir agua en las fuentes rellenando las botellas propias.
Todos esos esfuerzos y el respeto de las normas se verán recompensados con la contemplación de parajes salvajes de un valor natural incalculable. Por ejemplo, aquí se mantienen frondosos bosques marítimos a base de gigantescos robles poblados de musgos, en los que es muy fácil sorprenderse a uno mismo buscando a duendecillos y hadas.
Otras zonas de interés son las amplísimas extensiones ocupadas por palmerales de palmito. Y por supuesto, uno no ha estado en Cumberland Island si no se acerca hasta sus playas vírgenes. Son tan hermosas que hasta sus proximidades no dudan en acercarse los tiburones. Si bien los que más disfrutan de las arenas de estos remansos de paz bañadas por las aguas del Atlántico son los grupos de caballos salvajes, verdaderos emblemas de la isla.
No está muy claro cómo llegaron hasta aquí estos animales de larguísimas patas, porte esplendoroso y fuerza descomunal. Para unos desembarcaron en el siglo XVI con los españoles, mientras que para otros fueron traídos por los ingleses hacia el 1730 cuando se asentaron en la isla y construyeron Fort William para proteger sus dominios.
Independientemente de su origen, en la actualidad son numerosos, y la verdad es que la presencia del ser humano no les hace mucha gracia y se suelen mostrar bastante arrogantes ante las cámaras de los curiosos visitantes. La razón tal vez haya que buscarla en que se trata de caballos históricamente muy apreciados por su enorme capacidad para el trabajo duro. Y claro, aunque sean caballos y por lo tanto seres irracionales, es muy posible que su mente equina les haga conscientes de que viven un verdadero paraíso, incomparablemente mejor que trabajando. Cualquiera en su situación pensaría lo mismo.